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TIEMPO DE CURIOSIDAD


Hijo, ten cuidado…..
En la actualidad, muchos padres intervenimos de forma constante cuando nuestros hijos intentan explorar el mundo, incluso en las situaciones más cotidianas. Lo hacemos generalmente, movidos por el deseo de proteger: evitar que se ensucien, que se frustren, que se equivoquen o que corran algún riesgo. Frases como "eso no lo sabes hacer", "no toques eso que te manchas", "te vas a caer", o "mejor yo te lo hago" se escuchan con frecuencia. Aunque estas reacciones nacen del amor y la preocupación, terminamos enviando un mensaje claro al niño: no eres capaz por ti mismo, es mejor que no lo intentes.
Este tipo de intervenciones, constantes y muchas veces innecesarias, limitan profundamente la curiosidad natural de la infancia. Los niños aprenden a través del cuerpo, del error, del asombro, de probar y descubrir por sí mismos. Si cada vez que quieren tocar, probar o investigar algo se les interrumpe con advertencias o correcciones, poco a poco pierden la motivación para explorar. Aprenden que es mejor no intentar, no preguntar, no actuar por sí solos.
Además, esta sobreintervención afecta su autoestima y su confianza, ya que no se les permite experimentar la sensación de logro, ni siquiera cuando se trata de pequeñas conquistas. Se forma una dependencia de la aprobación y la guía adulta, lo cual puede debilitar su iniciativa y autonomía. El miedo a fallar o a hacerlo “mal” se instala desde muy temprano, y con él se va apagando también la creatividad, la resiliencia y el pensamiento crítico.
En términos de desarrollo y aprendizaje, las consecuencias son claras: menos oportunidades de experimentar el mundo con todos los sentidos, menos tolerancia a la frustración, menos habilidades para resolver problemas, y una actitud más pasiva frente al conocimiento. Cuando un niño no puede ensuciarse, trepar, equivocarse o desmontar algo para ver cómo funciona, se pierde una parte esencial de su desarrollo: esa que le permite construir su propio criterio y aprender desde la experiencia.
La solución no es dejar a los niños completamente solos, sino acompañar sin invadir, observar sin apresurarse a intervenir, y confiar más en sus capacidades. El verdadero aprendizaje no está en evitar los errores, sino en tener la libertad de cometerlos y aprender de ellos. Y para eso, la curiosidad necesita espacio, tiempo y confianza.
Mamá, ¿por qué hay día y noche?
Por otra parte, la curiosidad natural de los niños funciona como un motor interno que los impulsa a explorar, preguntar, imaginar, probar y volver a intentar. En un entorno sano, esta curiosidad activa un proceso: el niño se plantea una pregunta, observa, investiga, experimenta y, a veces, fracasa antes de encontrar una respuesta. Este recorrido es valioso porque no solo satisface su deseo de saber, sino que fortalece su capacidad de atención, su tolerancia a la frustración, su pensamiento crítico y su autonomía.
Sin embargo, las pantallas rompen este proceso. Cuando un niño tiene una duda y busca la respuesta en un vídeo, una app o incluso en un asistente digital, obtiene una solución inmediata, sin necesidad de pensar demasiado, de buscar en un libro, de observar el mundo o de hablar con otras personas. Esta gratificación instantánea acorta el camino y, a la larga, debilita el interés por explorar por sí mismo.
El problema no está en acceder a la información, sino en la forma en que se accede y el hábito que se crea. Si cada vez que surge una inquietud la pantalla ofrece una respuesta rápida, el niño deja de ejercitar la pregunta profunda, el ensayo-error, el tiempo de espera. La curiosidad se vuelve pasiva: ya no se trata de descubrir, sino de consumir. Y cuando todo se vuelve tan accesible, muchas veces también pierde valor. La respuesta llega, pero no hay emoción ni sorpresa en el proceso. Se obtiene, pero no se construye.
Toy story: menos pilas, más ideas
Hoy en día, muchos juguetes están diseñados para hacer todo por el niño: emiten luces, sonidos, instrucciones, movimientos... y lo hacen siempre igual. Aunque puedan parecer atractivos al principio, estos juguetes no estimulan la creatividad ni la curiosidad, porque no invitan a la experimentación ni al pensamiento divergente. El niño no necesita imaginar qué es ese objeto, cómo usarlo de otra manera o qué pasa si lo combina con otra cosa. Simplemente, pulsa un botón y el juguete responde.
Este tipo de juego, centrado en la reacción automática, limita la exploración y la capacidad de transformar el entorno con la imaginación. En cambio, materiales más abiertos —como bloques, telas, cajas, piezas sueltas o elementos de la naturaleza— permiten infinitas posibilidades. No tienen una única función ni una forma correcta de usarse, y por eso estimulan la curiosidad, el juego simbólico y la resolución de problemas. Los juguetes estructurados ofrecen entretenimiento momentáneo, pero rara vez despiertan ese brillo en los ojos que aparece cuando un niño descubre algo por sí mismo.
En este torbellino de pantallas brillantes y juguetes que lo hacen todo, ¿cómo podemos cultivar activamente esa sed insaciable de saber en nuestros hijos, permitiéndoles tropezar y levantarse, ensuciarse las manos y, en última instancia, descubrir la asombrosa sinfonía del mundo por sí mismos?

